Las hostilidades cesarán a las 11.00 horas del día de hoy, 11 de noviembre. Las tropas se mantendrán en las posiciones alcanzadas a esa hora, que serán comunicadas por radiotelegrafía al Gran Cuartel General Avanzado. Se mantendrán las precauciones defensivas pertinentes. No habrá ningún trato con el enemigo hasta recibir instrucciones del Gran Cuartel General.
Este texto escueto enviado a las unidades británicas, muy similar a los que recibirían los combatientes de los demás países implicados, señalaba el principio del fin de “la guerra que iba a acabar con todas las guerras” (la frase se atribuye a H. G. Wells), la contienda que al estallar no debía durar más allá de navidad, la de 1914, pero que al final se había prolongado por más de cuatro años, cincuenta meses de destrucción y muerte tras los cuales Europa había quedado desfigurada, física y psicológicamente.
El armisticio de la Primera Guerra Mundial
Eran las 5.00 horas en Rethondes cuando se dio el que sin duda fue el primer paso hacia la guerra siguiente. Los plenipotenciarios alemanes firmaron entonces el armisticio de la Primera Guerra Mundial, un texto plagado de condiciones difíciles: “Evacuación inmediata de los países invadidos […] así como de Alsacia y Lorena, que tendrá que completarse en los 15 días siguientes a la firma del armisticio” (cláusula II); “Entrega en buenas condiciones, por el Ejército alemán, del equipamiento siguiente: 5000 cañones (2500 pesados y 2500 de campaña), 25 000 ametralladoras, 3000 morteros de trinchera y 1700 aeroplanos (cazas y bombarderos, empezando por los Fokker D VII y los aparatos de bombardeo nocturno)” (cláusula IV); “Evacuación por parte del Ejército alemán de los territorios en la orilla izquierda del Rin. […] serán administrados por las autoridades bajo el control de ejércitos de ocupación de los aliados y de los Estados Unidos” (cláusula V); “El sostenimiento de las tropas de ocupación en los territorios del Rin (con la exclusión de Alsacia y Lorena) correrá a cargo del Gobierno alemán” (cláusula IX); “ La inmediata repatriación, sin reciprocidad […] de todos los prisioneros de guerra aliados y de los Estados Unidos […]” (cláusula X); “Se imponen las siguientes reparaciones financieras: reparación de daños. […]” (cláusula XIX, la cifra quedaba sin determinar).
Las condiciones impuestas para la firma del armisticio eran tan duras que los representantes alemanes exigieron que se añadiera una declaración cuyos últimos párrafos rezaban: “los plenipotenciarios firmantes consideran su deber reiterar y enfatizar sus repetidas afirmaciones, tanto orales como escritas, en el sentido de que la ejecución de este acuerdo arrojará al pueblo alemán en manos de la anarquía y la hambruna […]. El pueblo alemán, que ha aguantado durante cincuenta meses contra un mundo de enemigos conseguirá, a pesar de todas las fuerzas que se le opongan, preservar su libertad y su unidad. Un pueblo de setenta millones de habitantes sufre, pero no muere”.
La venganza llegaría veintidós años después, cuando Hitler obligó a los franceses a recuperar ese mismo vagón de ferrocarril para firmar su propio armisticio, esta vez ante una victoriosa Alemania.
Una guerra que no acaba
Entretanto, era imposible pensar que el inminente fin de la contienda provocaría la congelación inmediata del frente, las rutinas y el odio suelen resistirse a morir. Al este de Valenciennes, poco antes de las 11.00 horas, un teniente alemán herido informó a una patrulla británica de que el pequeño caserío que podían ver frente a ellos había sido abandonado, pero cuando el batallón entró desfilando por el mismo se cerró la trampa y fue acribillado con fuego de ametralladora, lo que le provocó un centenar de bajas antes de que la lucha se generalizara. Entretanto, más al norte, en Lessines, el 7.º de Dragones, una unidad de caballería, aprovechó los últimos minutos para cargar a la conquista de un puente sobre el río Dendre, para establecerse en el otro lado por si los alemanes decidían no cumplir con el armisticio. El romántico acontecimiento se vio sometido también a un fuego brutal de ametralladora, que duró exactamente hasta las 11.00, momento en el que los defensores germanos decidieron cumplir con las órdenes recibidas, sobre el terreno quedaron muchos absurdos últimos muertos de aquella guerra.
Otro de los acontecimientos sin sentido de aquella mañana tuvo lugar en el sector estadounidense, entre los ríos Mosa y Argonne, cuando los norteamericanos, sometidos a un fuego de artillería tan intenso que parecía que los alemanes no querían tener que tirar la munición que les quedaba tras el alto el fuego, decidieron responder. “Aparentemente, se extendió entre los soldados la sensación de que si bien la artillería norteamericana no había estado presente en el primer disparo de la contienda, bien podía asegurarse de descargar el último –narra Barrie Pitt, con cierta ironía, en 1918, The Last Act–. La cosa no habría importado si los estadounidenses no fueran de natural competitivo y cada equipo de artilleros no hubiera deseado el honor para sí”. Finalmente, la batalla se extendería bastante más allá de la hora señalada, y solo órdenes directas de la más alta jefatura acabarían con aquel último duelo interminable.
Parece que solo en el sector francés se mantuvo la calma. Informadas del inminente alto el fuego, las unidades se limitaron a colocar centinelas y prepararse para un eventual último ataque, pero sin tomar ninguna acción ofensiva, haciendo bueno, para un ejército que tanto había sufrido durante la contienda, el dicho de que el último muerto de una guerra es sin duda el más trágico.
El momento
Desconocemos quien pudo ser dicha desafortunada víctima, pero uno de los candidatos se llamaba George Price, canadiense y soldado raso, que se hallaba en las trincheras cerca de Ville-sur-Haine cuando, dos minutos antes de la hora definitiva, fue alcanzado por la bala de un francotirador. ¿Por qué disparar en aquel momento tan tardío? Sin duda cuatro años de guerra enconada tenían que producir este tipo de frutos, y una intensa sensación de desconfianza, una vez que llegó el momento de dejar las armas. Al principio, los hombres apenas se atrevían a asomarse más allá de sus trincheras, terribles zanjas de barro, sin duda, pero que habían tenido la virtud de mantenerlos vivos hasta entonces. Luego, poco a poco, se fueron reuniendo pequeños grupos, que miraban de reojo a los de enfrente, hasta que, en algún momento, estalló la paz. “Se produjo un segundo de silencio expectante –cita Martin Gilbert, en La Primera Guerra Mundial, a John Buchan– y después un curioso sonido como un susurro, que los observadores que estaban muy por detrás del frente compararon con el ruido de un viento suave. Era el sonido de los hombres que daban vítores desde los Vosgos hasta el mar”.
Con la paz, llegó el momento del recuerdo, sobre aquella misma noche, Alan Brooke, quien ascendería a mariscal durante la Segunda Guerra Mundial, escribió: “La noche desenfrenada me enervaba. Sentí un alivio increíble al ver que por fin se había acabado, pero me abrumó la afluencia de recuerdos de esos años de lucha. Estaba lleno de melancolía esa noche y me fui a dormir temprano”.
Tras la firma del armisticio, la llegada de la paz no fue, empero, el final de los sufrimientos, pues estaba en pleno apogeo la brutal epidemia de gripe que, entre 1918 y 1920, acabó con millones de vidas, y aún faltaban muchos conflictos menores por resolver, en los cuatro confines del mundo, antes de que la Primera Guerra Mundial se convirtiera en la segunda.
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